Recuerdo cuál fue la primera película bélica que quise ir a ver al cine. En mi tierna infancia, paseando un día con mis padres, vi un cartel con fondo blanco que me llamó extremadamente la atención. Su título, por entonces desconocido para mi: "Stalingrado". Apenas tendría siete años, y la respuesta de mis padres fue "otro día". Una mentira piadosa que en ese momento acaba colando. Desconozco si me enrabietaría mucho o no. Ellos pensarán que no me acuerdo de haber sido estafado... pero Stalingrado nunca sería mi primera película bélica en el cine. Con el tiempo, y como teníamos Canal + en casa, quedarían mis padres perdonados gracias a los 8 pases que emitían de cada producción. Al ser pequeño desconozco como me enteraría del estreno, supongo que en la publi del canal. El caso es que Stalingrado fue una de mis películas preferidas de mi infancia, llegando a verla en hasta tres o cuatro de esos ocho pases, incluyendo en VOS, que de alemán seguro que no entendía ni papa, pero de leer ya me habían enseñado en la escuela.
El caso es que mi infancia como amante del cine bélico no fue fácil. Mi madre me llevaba al cine religiosamente a ver el cine que a ella le gustaba. No me puedo quejar, grandes títulos como Braveheart o Titanic o películas palomiteras que me hacían disfrutar como un enano en la butaca como serían Independence Day, Waterworld o alguna que otra de Stallone como Pánico en el túnel. Nunca me llevó a ver una de guerra, porque a ella no le gustaban y porque, seamos sinceros, crecí en la que se podría denominar la peor década de la historia del género.
En los 90 casi se pueden amputar manos para contar cuantas películas bélicas se hicieron. Ya os las cuento, a las europeas Stalingrado o Los chicos de San Petri (otra que repetí en Canal +) toca sumar títulos pseudobélicos como Marea roja o En honor a la verdad. Aceptamos pulpo con El paciente inglés si os parece, única película que sí podría haberle pegado a mi madre pero, por desgracia, no salía Leonardo Di Caprio.
El caso es que mi infancia como amante del cine bélico no fue fácil. Mi madre me llevaba al cine religiosamente a ver el cine que a ella le gustaba. No me puedo quejar, grandes títulos como Braveheart o Titanic o películas palomiteras que me hacían disfrutar como un enano en la butaca como serían Independence Day, Waterworld o alguna que otra de Stallone como Pánico en el túnel. Nunca me llevó a ver una de guerra, porque a ella no le gustaban y porque, seamos sinceros, crecí en la que se podría denominar la peor década de la historia del género.
En los 90 casi se pueden amputar manos para contar cuantas películas bélicas se hicieron. Ya os las cuento, a las europeas Stalingrado o Los chicos de San Petri (otra que repetí en Canal +) toca sumar títulos pseudobélicos como Marea roja o En honor a la verdad. Aceptamos pulpo con El paciente inglés si os parece, única película que sí podría haberle pegado a mi madre pero, por desgracia, no salía Leonardo Di Caprio.
Tuvo que venir el por entonces director favorito mío a obligarme a visitar el cine por primera vez para una cinta puramente bélica. Steven Spielberg, del que disfruté en cines en mi infancia con Jurassic Park o Hook, y del que por entonces era autor de la película que más me había impactado ("La lista de Schindler", que la vi en el sofá de casa), se atrevía con la II Guerra Mundial para llevar a cabo "Salvar al soldado Ryan".
Por entonces no tenía internet (no sé si muchos lo tendrían), y aún no había iniciado mi afición por comprar mensualmente la revista Fotogramas. El caso es que quería verla y supongo que convencí a mi tía de ir. Tras un Fail en el primer intento (evasión del entrenamiento de fútbol incluido), tuve que volver a inventarme una excusa para faltar e ir a verla. Los primeros 25 minutos de la película son ya historia del cine y es, sin duda alguna, mi mejor experiencia en una sala de cine... también creo que es la peor de la vida de mi tía, que salió alocada perdida entre balazos por aquí y explosiones por allá. Yo, como buen amante del cine bélico, salí emocionadísimo.
Así fue como conseguí ver mi primera película bélica en el cine, ya habiendo cumplido los 12. La siguiente no tardaría en llegar: "La delgada línea roja". Aquí sí conseguí que mi madre me acompañara al cine. En la puerta me dejó, con mi entrada y dinero para palomitas. En unos cines donde costaba 25 pesetas un paquetito pequeño de palomitas. Me compré tres, y una coca cola. Que la peli era larga. El cine bélico había vuelto.
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