Django desencadenado (Quentin Tarantino, 2012)

Quentin Tarantino nació para rodar Westerns. Cualquiera que escuchara esa afirmación cuando era un especialista en el cine de gangsters y en montajes poco ortodoxos para uno de los géneros más míticos de la historia del cine, pensará que estoy delirando. Sin embargo ya se veía pequeñas luces del género en ese duelo final de Reservoir Dogs (o incluso en ese caminar rumbo a un "atraco", algo tan mítico dentro del género), o en ese justiciero interpretado por Bruce Willis en Pulp Fiction.

Sin embargo no sería hasta Kill Bill Volumen II donde nuestro querido Quentin abrazara el género descaradamente. Y cuando hizo Pop, no hubo Stop. Desde entonces todas sus películas han bebido directamente de ese género con el que mamó de pequeñito. Con especial mención a toda la BSO, encuadres o personajes de Malditos Bastardos. Pero sería en Django Desencadenado donde, por fin, Tarantino nos deleitaba de principio a fin con un Western, sin tapujos, sin máscaras. Y con su estilo propio.


Hay algunos detractores, posiblemente de los que no han adorado ninguna de las películas o payasadas (desde el cariño) del director hacia una película que resulta, posiblemente, su film más logrado y redondo desde Pulp Fiction. Y eso que aquí tenemos claro quien es el actor principal y quienes los secundarios, algo que en muchas películas del director, con repartos corales, no suele quedar claro.


Que Tarantino es alumno aventajado y fan incondicional de Sergio Leone está bien claro. Y eso también puede jugar en contra de los más puristas del género, aquellos que ven en Ford el ídolo supremo, y en Peckinpah o Eastwood los modernos que siguen el cine clásico. Sin embargo Tarantino pone rumbo a la querida Italia y a los spaghetti-Westerns. No lo oculta desde ese inicio con la canción del clásico italiano Django, con Franco Nero por protagonista, hasta ese explosivo final con Le llamaban Trinidad. Sí, sí, esa joya de Terence Hill y Bud Spencer.


Por el camino, mucho Morricone, otro de los clásicos del Spaghetti-Western. Y, además del cameo del propio Franco Nero, tenemos a unos personajes tan bastardos y sucios como los que inundaban las salas de cine de finales de los 60 y la década de los 70, donde este pequeño Western Low Cost se hizo como churros. Con ramalazos de música sacada de lo melómano que es el bueno de Tarantino el cocktail es curioso, pero estupendo. Muy atractivo ver como la película rompe a ritmo de rap.


La trama, tan de Western como sencilla. Un hombre en busca de su mujer. Un ex esclavo que ha aprendido todo lo que debe aprender para ser un feroz pistolero. Y su maestro, un sensacional Christoph Waltz que está casi, casi, casi, tan espléndido como en Malditos Bastardos, donde Tarantino lo descubrió. A este dueto principal toca añadir un villano a la altura de Leonardo Di Caprio, un guaperas que casi todo el cine que ha hecho en este Siglo, rodeado de directorazos de la talla de Spielberg, Eastwood, Scorsese o el propio Tarantino es oro.


A él le deja el clásico monólogo de turno, tan típico en el cine tarantinesco. Una de esas escenas que rezuman tensión y mala baba por todos los costados y que es la previa a que todo salte por los aires. Con dinamita, por supuesto, como un buen spaghetti-Western. Antes, un viaje por diferentes parajes de los Estados Unidos, incluyendo las tan extrañas nieves que pocas películas se atreven a atribuir al Far West (y Tarantino reviviría como principal escenario de Los odiosos ocho, su siguiente western).


Hay hueco para las clásicas bromas de Tarantino. Desde un carruaje con un muelle y un diente, un ataque del KKK o el personaje malhablado de Samuel L.Jackson, que nos devuelve a su Jules Winfield pero entrado en edad. Uno de esos sirvientes negros racistas, que los había. El viaje por el que nos traslada Tarantino merecerá mucho la pena, tanto para los amantes del género como para los que no estén familiarizados con el mismo.


A fin de cuentas el largo tiempo de búsqueda de la mujer, saldado en pocos planos y con los cambios de estaciones, bien beben de Centauros del desierto, cuyo título original (The Searchers) nos recuerda en cierto modo al viaje de estos dos protagonistas. He dicho dos porque, al igual que dicho título y otros grandes del género, el llanero solitario deja lugar a una pareja protagonista, a una especie de Buddy Movie, de compañeros que acaban comprendiendo el uno al otro y lo que buscan.


En esa búsqueda, Tarantino va calentando el ambiente. La tensión irá in crescendo una vez llegada a la plantación del villano de turno. Y ahí, Tarantino saca el arsenal para deleitarnos con un tiroteo marca de la casa. No renuncia con ello, a volver al rumbo anterior, más pausado, mucho más cercano a un género que si bien se ha ganado la fama en los tiroteos tiene mucho de silencio, de música y de caminar lento y poco, muy poco, de grandes tiroteos.


Pero, recordemos, estamos ante un Spaghetti-Western en toda regla. Y aquí las reglas se rompen. La suciedad y el nivel de cabronazos por metro cuadrado se multiplica. No hay honor, como nos mostraba el personaje de Clint Eastwood, canallesco como él solo, pese a ser el bueno de "El bueno, el feo y el malo". Y ahi es donde Tarantino desencadena a un hermético y noble Django (la D, como dirá Franco Nero, es muda) para que llegue a tiempo a la fiesta, dinamita y corcel en mano.


Nota: 8,75


Lo mejor: Que Tarantino bebe mucho del mejor spaghetti western.

Lo peor: Que las macarradas marca de la casa no sean del gusto de todos.

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