Centauros del desierto (John Fo, 1956)

Hoy toca cabalgar junto a Ethan Edwards a lo largo de no pocos años. He de reconocer que Centauros del desierto es uno de los títulos "ficticios" o inventados en España que más me han gustado, a pesar de que no guarde esencia alguna con el sencillo y simple The Searchers al que haga referencia. El españolizado título nos indica un tono de epicidad que si bien se llega a vislumbrar en los aventureros planos (y Banda sonora) a campo abierto por la extensión del desierto, no acaba de ser del todo cierto. Mucho más acertado ir al grano, como siempre fue John Ford, para narrarnos la historia.

The Searchers, esos buscadores capitaneados por un inmenso John Wayne en el rol de Ethan Edwards, nos pone en una de esas situaciones muy del lejano Oeste, con una historia de venganza. Aunque aquí se nos camufla como una película de búsqueda, como si de un film policiaco (pero de la vieja escuela) se tratase. Nuestra pareja protagonista no descansará en su empeño hasta que den con el paradero de la pequeña Debbie, aun a riesgo de que el paso de los años la convierta en una Comanche más, algo que detesta el bueno de Edwards. Porque sí, aquí no hay una venganza al uso, si bien su personaje la pide a gritos en cada rostro, en cada mirada furtiva.


Wayne hace suyo el que posiblemente sea su personaje más conseguido y con más matices. Injustamente olvidado, como la película, por parte de los Académicos. Pero eso es un asunto que ahora no viene al caso. Lo que toca es hablaros un poco más a fondo de ese juego de planos sensacional, de ese montaje, de la Banda Sonora perfectamente labrada por Max Steiner. En definitiva, de este peliculón que nos regaló el maestro John Ford en 1956, y que tildo desde ya (así, sin miramientos, ni dudas) como el mejor Western jamás realizado. Y me quedo corto con la apreciación (subjetividad aparte).


No se puede ni se debe hablar de Centauros del desierto sin hablar de la ubicación que le otorga a la cámara el bueno de Ford. El inicio y el final, dignos de un cuento, cíclico, redondo. Se abre una puerta y una mujer sale al exterior a contemplar como llega el tío Ethan Edwards. El cielo, la luz, la llegada del héroe homérico que viene de mil batallas, un héroe sureño incapaz de reconocer la derrota y que todavía no ha sido capaz de colgar el sable con el que combatió en la Guerra Civil norteamericana. 


Esa no es la misma puerta, será la de los vecinos, la que nos marcará el final de este cuento con un plano que ya es historia viva del cine, con Wayne contemplando el trabajo bien hecho y caminando rumbo al horizonte. La puerta se nos cierra y Ford cierra este cíclico viaje que ha llevado más años que a Ulises volver a la querida Ítaca. Para colmo, Ethan Edwards no encontrará confort en un hogar que para él no es el suyo. Como los grandes héroes del Western, una vez cumplido su arduo trabajo, pondrá rumbo a vayan ustedes a saber dónde. Un hombre sin rumbo fijo y cuya labor en la vida fue sesgada por los comanches.


No serán, sin embargo, las únicas "ventanas" o "puertas" en el camino. Cuando no se trata de fotografiar el extenso horizonte en el viaje de estos buscadores, Ford nos muestra constantemente la secuencia desde el interior. Así es como, en contraluz, Edwards descubrirá los cuerpos sin vida de su familia, siempre fuera de plano la masacre, algo que os comentaré un poco más adelante. Una puerta marca la diferencia entre la masacre y lo que hay afuera. Mismo tipo de plano que observaremos en el tramo final, cuando Wayne corre a capturar a esa mitad humana y mitad comanche Debbie, que huye de su tío temiéndose lo peor. Al final del viaje, una cueva, que nos sirve nuevamente de puerta y marco para el lienzo que perfectamente nos ha pintado Ford.


Sin duda, son estos planos los que nos van siendo familiares en esta Centauros del desierto, labrada desde el interior hasta el exterior, un extenso desierto y un largo viaje el que nos deleitarán los protagonistas a lo largo de las casi dos horas de duración de la película. Y donde vemos un Wayne que tiene el suficiente carisma como para resultar sarcástico en no pocos momentos, muy al fiel estilo fordiano. Y, a la vez, para regalarnos miradas que fulminan, como la que le echa a una mujer blanca que ya "no es blanca", es india. Sin lugar a dudas, ese odio a los indios, quienes le han robado ese placer de poder ser feliz con su familia (pero que venía de antes) marcará al protagonista durante todo el metraje.


Antes comentaba lo de las muertes fuera de plano. En efecto, Ford no se recrea en la barbarie y la masacre y prefiere mostrarnos el horror contemplado desde los que lo observan. La masacre inicial en la casa de los edwards se nos muestra sin ver los cuerpos sin vida. Sólo contemplamos el horror de Wayne y como este evita que el joven acompañante interpretado por Jeffrey Hunter pueda entrar a contemplar el horror provocado por los comanches. Cuando Wayne va a un desfiladero y vuelve con el rostro desencajado, el espectador sabe que algo ha descubierto que no quiere contar. En la siguiente secuencia Ford nos descubrirá el motivo. Nuevamente el horror fuera de plano, y la mirada de los protagonistas como suficiente ejemplo para mostrar el dolor.


Incluso Ford reparte a todas direcciones. Una masacre en una aldea india acabará con la vida de la inoportuna mujer de Martin Pawley (Jeffrey Hunter). Una india de la cual sabremos de su muerte al ver el sombrero que llevaba puesto, y las frases de Pawley intentando encontrar explicación alguna a una muerte de una inocente que no había hecho daño a nadie. En efecto, el salvaje oeste, donde inocentes acabarían muriendo en los asaltos indios por su territorio... como en las masacres que acometió el Ejército de los Estados Unidos en su expansión.


No faltará tampoco, en una película fordiana la clásica pelea de Saloon americano. En esta ocasión con Wayne como mero espectador (curioso), y con Vera Miles (Psicosis, El hombre que mató a Liberty Valance) como atenta espectadora. Por su amor tendrá lugar la pelea clásica del Western, en una escena que rompe un poco el hielo tras tanta búsqueda sin fructífero resultado y el clímax final que de al espectador (que no a Edwards) un happy end. "Ha sido una bonita boda, teniendo en cuenta que nadie se ha casado", posiblemente una frase que no guarda relación con la trama principal pero que demuestra como Ford tenía momentos para el horror... y para la guasa, en todo momento.


Centauros del desierto es, en definitiva, un sensacional viaje por la extensión del Oeste americano. Un Western crepuscular con el héroe venido a menos que deambula por un mundo que no quiere comprender, con un futuro que no le aguarda a él. Marcado por el odio y por su empeño en conseguir la paz consigo mismo, Ethan Edwards es uno de los grandes personajes de la historia del cine, interpretado por un sensacional John Wayne en estado de gracia. Ford pone la cámara donde quiere, con planos preciosos del Oeste americano, con el horizonte marcando la línea de visión. Con un montaje marca de la casa donde el paso del tiempo se muestra a la perfección sin aburrir al espectador, nos va mostrando secuencia a secuencia esa búsqueda de la pequeña Debbie, a la par que vamos descubriendo mucho más de los dos personajes principales y lo que les mueve a actuar.


Y bien está lo que bien acaba. Ese final, con todo el mundo contento y feliz. Con Mose y su merecida y ansiada mecedora, con Pawley pudiendo volver a la vida civil para juntarse con su querida Laurie. Los Jorgensen aceptando a la hija de sus desaparecidos vecinos, los Edwards, e incluso con el Reverendo-Mayor de los Rangers interpretado por el siempre fiel a Ford Ward Bond, sabiendo que el trabajo está hecho. Wayne les observa, contempla esa felicidad, una felicidad que no es la suya. Nadie se preocupa de lo que sucede con él, y marcha. Una puerta se cierra, parecida a la que se abría al principio de la película. El héroe ha hecho su trabajo y, como buen Western crepuscular, ya no tiene sitio aquí, no será feliz. The End


Nota : 10


Lo mejor: TODO


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