Cuando pasan las cigüeñas (Mikhail Kalatozov, 1957)

Hoy me adentro en el mundillo del cine soviético de los años 50-60. Un cine repleto de momentos oníricos, lleno de sensaciones y que en más de una ocasión se puso el uniforme del ejército rojo para narrar las penurias de la Gran Guerra Patria, o lo que es lo mismo, la guerra de liberación del invasor alemán. Así se gestó una obra muy reconocida como "La infancia de Iván", dura como ella sola con el tema de los niños soldado. Y así también se gestó la película que comento hoy: "Cuando pasan las cigüeñas".

Dirigida por Mikhail Kalatozov en 1957, gran año para el cine bélico ("Senderos de gloria" o "El puente sobre el río Kwai", entre otras), la película tiene por protagonistas a dos jóvenes, Verónica y Boris, cuya relación de amor camino de boda acabará yéndose al traste por la irrupción de la guerra. La larguísima espera de quien nunca pierde la fe, es la protagonista principal. El tiempo pasa y apenas sabemos unos breves retazos del frente y de Boris... Pero la guerra está en casa.

De este modo llegamos a ver un bombardeo sobre Moscú cuya escena pone los pelos de punta. La locura de una joven subiendo esas escaleras que parecen no acabar nunca hasta llegar a su piso... O a lo que era su casa. Abrir la puerta y contemplar el horror del hogar destrozado, sinónimo de la pérdida de la familia y, de paso, cualquier atisbo de inocencia, deja al espectador tocado.

No es "Cuando pasan las cigüeñas" una película para todos los públicos. Bebe de ese aroma soviético de la época, muy influenciado en cuanto a montaje en Eisenstein. Un aluvión de imágenes que nos hacen generar sensaciones diversas. Pasamos por ese onírico romance del inicio, en unas calles vacías, como si de un sueño se tratase, en ese Moscú de madrugada... Y acabamos con una lluvia de masas. Las calles superpobladas celebrando la victoria y el regreso de los seres queridos, mientras Verónica prosigue su búsqueda eterna. La esperanza, lo último que se pierde.

Por el camino tenemos escenas como la del hospital de donde ella, enfermera, saldrá corriendo y al oír el tren llega a imaginarse tirarse a las vías. La escena vuelve a poner en jaque al espectador, concluyendo con ese coche a punto de atropellar a ese niño, de nombre Boris (cosas del destino), hijo de su madre y que tiene "tres meses y tres años". No es el único momento donde el montaje repleto de escenas superpuestas nos da de bofetadas. 

El propio Boris en el frente llegará a deambular entre la vida y la muerte, habiendo sido herido, y mientras cae, el balanceo de la cámara llega a marear y, superpuesta, vemos como sube esas eternas escaleras en busca de su amada, previo a esa bod que, ahora en sus sueños, la guerra ha truncado. Sin duda, el director consigue en todos esos intensos momentos, coger al espectador y sacudirle bien fuerte. Pero, como digo, no es apto para todos los públicos, pues se trata de un cine repleto de sensaciones y un dramón bastante serio, pese a que la duración de 90 minutos ayuda.

La sucesión de imágenes nos deja planos de todo tipo. Perfectamente orquestados, el picado y el contrapicado son dos de los visualmente más apabullantes. Sin dejar de lado los numerosos planos aberrantes, con la cámara sin tener el eje donde toca, con esa sensación de mareo, de caída constante que persigue a todos los personajes de la película, sobretodo la joven Verónica, condenada doblemente al ser acusada por la familia de Boris. Dura vida en los tiempos más oscuros.

El mensaje final, lanzado en llamamiento de la paz, choca con la época en la que se efectuó (plena Guerra Fría). Una guerra hecha para evitar que hubiera otras, para evitar que los padres Lloren a escondidas, las madres sufran por sus hijos y las mujeres pierdan a sus prometidos. De todo eso va "Cuando pasan las cigüeñas", cuya escena final simboliza perfectamente la unión. Acabada toda esperanza, cada flor entregada a una persona anónima nos habla de que Boris sigue vivo, en la memoria de cada persona que sigue viva gracias al sacrificio de aquellos jóvenes soldados que defendieron la madre Patria.

Entre los monentos de esplendor a destacar, me gusta especialmente ese reloj que sigue funcionando en la casa destruida. Es lo único que queda en pie, el tiempo, inexorable, que no se detiene, al igual que el volar de las cigüeñas. Ese tic-tac justo después del horror con hedor a muerte nos recuerda que inevitablemente la vida sigue para nuestra protagonista, todavía viva (y esperanzada) en ese infierno.

Del jolgorio inicial, casi como un sueño... A esa despedida amarga del soldado que va a la guerra. Esos planos picados del inicio, con el paseo junto al río, que chocará con el momento en que las defensas anticarros acompañan a nuestra protagonista, que huye de esa cabina telefónica que sigue sin traer noticias (ni buenas, ni malas). 

El amargor, protagonista absoluto de la película, cuyo final, más cercano al Happy End pese a las pérdidas inevitables, se nos entremezcla en un cocktail (¿Molotov?) repleto de momentos aptos para el lloro. Pero no hay tiempo, ni para las lágrimas ni para las lamentaciones. El reloj sigue, la guerra acabará y volverán a pasar las cigüeñas. De eso se trata, y Kalatozov da con la tecla pese a que, repito, es una película de marcado tono de autor, de las que nos habla de la guerra huyendo constantemente del combate, que no de sus secuelas.



Nota: 7'25

Lo Mejor: Los planos, que nos deja todo tipo de sensaciones para no dejarnos en pie.
Lo peor: Que como drama, se acaba alejando más de lo que nos gustaría del cine bélico.

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